Noches en Bib-Rambla by Carolina Molina

Noches en Bib-Rambla by Carolina Molina

autor:Carolina Molina [Molina, Carolina]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2012-01-01T05:00:00+00:00


Capítulo 17

La Revolución de 1868

Del día de mi boda a este en que hoy escribo han pasado siete años. Por arte de la licencia literaria me encuentro ahora escribiendo, sobre mi mesa de despacho, oyendo la extraña algarabía ciudadana, pues Granada se ha unido a la revolución.

La reina Isabel II, aquella que nos visitara cuando celebré mi unión marital, ha sido derrocada. Así pasan las cosas en esta España. Quién podría haberlo sospechado cuando se erigían obeliscos de cartón y se colgaban farolillos de los balcones.

Ustedes, que han visto transcurrir estos siete años como un vuelo, tienen derecho a una explicación. Así que volveré, si me lo permiten, al día de mi boda o mejor dicho al día siguiente, cuando Julián Mínguez acudió a la Alhambra con mi colega Hans Christian Andersen. A ellos me uní. Dejo para otro momento y lugar detallarles del encuentro que tuve con Alma la noche de autos, que en nada pareció ni fue de unión conyugal. Eso habría de llegar mucho más tarde.

Quedé con el profesor y su invitado a los mismos pies de la Puerta de las Granadas. Subía yo con la energía de mis veinticinco años y la que da el amor, o por lo menos sentirse recompensado. Había pasado toda la noche entre el regazo de la condesa, sin más esperanza que deleitarme con el contacto propio de sus abrazos. Con esa sensación me fue muy fácil subir la empinada Cuesta de Gomérez y allí encontré a los dos hombres.

Tenía el señor Andersen una nariz prominente, en la cual me fijé más que en sus ojos, ocluidos por una mirada perspicaz. Su sonrisa resultaba agradable y me imaginé que era aquella la que atraía a los niños, a los que contaba cuentos si conseguía que alguien se los tradujera.

Mientras nos saludábamos (yo me defendía con algo de inglés) fuimos arrollados por una familia entera de gitanos que a la Alhambra acudía, cantando y bailando, a pesar de que ya en esa época se dejaba sentir el primer frío otoñal. A Andersen le pareció pintoresco pero Mínguez refunfuñó, como era lógico en su vehemente carácter. No se comprendía, decía él, que la Alhambra inspirara más interés a los gitanos que a las gentes de letras.

El recinto, que en vida de mi padre fuera morada de inválidos, seguía en un estado de semiabandono. El gobierno había tomado conciencia y a él llegaban algunos hombres con ánimo de arreglar algún desperfecto, pero nada realmente definitivo. Por el contrario, se empeñaban en seguir convirtiéndola en decorado de las Mil y una noches y así habían aparecido recientemente unas cupulillas vidriadas en los techos, las últimas en el año 1859, sobre el templete del Patio de los Leones. Cada vez que Mínguez pasaba debajo de ellas se indignaba y esta vez no iba a ser una excepción, con la única diferencia de que no pudo ni acceder a ellas, pues tan pronto llegamos a intentar entrar al Patio de los Arrayanes encontramos a unos hombres forzudos custodiándolo.



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